Leyenda «El Cadejos»

«Cuenta la leyenda que un joven se pasaba la vida de fiesta y nunca acataba órdenes de otros. Su padre le adviritó varias veces las consecuencias de su conducta, pero nunca logró que le hiciera caso. Cierto día, el joven decidió ponerse un cuero de animal y un par de cadenas encima para asustar a su progenitor con el fin de que lo dejera en paz. La noche llegó y cuando el padre vio la macabra figura que se movía frente a él, dijo: «¡Por desobedecer, Cadejos quedarás y a aquellos que han caído en tus desgracias habrás de ayudar!»

Desde entonces, los pecadores que vagan de noche deben cuidarse de una temible bestia nocturna que hace sonar sus cadenas al estar cerca. Se dice que parece un gran perro negro que camina en sus patas traseras. El Infierno se refleja en sus orbes escarlatas y los más desafortunados se llevan más que un susto de su parte…»

 

Leyenda de «El Cadejos»
por Fabio Baudrit (1976)

Al Cadejos lo han conocido pocos con sus propios ojos; son más los que han tenido el raro privilegio de oírlo a lo lejos, no sé si aullando o rugiendo; pero es infinito el número de los que han sentido, cuando pasa, el ligero cosquilleo de sus uñas sobre la acera, y apenas se consideran gentes que no crean en él, aunque algunos, que se la dan de científicos, explican su existencia por la de una raza especial de osos amigos de noctivagar por los montes y por ciudades en busca de hormigueros.

No es animal bravío o sanguinario, ni siquiera llega a bullanguero. Jamás atacó a hombre alguno ni hizo mal a nadie. Concreta sus maleficios a un tenaz seguimiento a boca cerrada que emprende cualquier malentretenido hasta dejarlo en su casa; si el miedo se lo permite, vuelve este la mirada y hallará la del Cadejos radiante y encendida como un doble Aldebarán; si achica el paso, anda menos; si hecha a huir, corre el animal, impasible, guardando la distancia, fijos en el extraviado los ojos luminosos. En este sentido constituye una frase hecha; es un mudo reproche.

Contra ese lanudo son inútiles machetazos y balas, pues lo recibirá con el mismo desdén que si fueran silbidos, siempre conservará la distancia, y si lo fuerzan, antes que resolverse a hacer mal, desaparece.

Porque esta es en definitiva la principal característica del Cadejos, la de esfumarse a la menor de bastos, o de espadas, o de artillería, con la misma facilidad con que se cuela al través de las maderas de una puerta o pasa entre una muralla, así sea de concreto. Con todo no huye sino que corretea como los gallos de a pico, y vencidos los intentos del atacante o atacantes, vuelve con serena terquedad a ocupar el puesto a la misma distancia y con los mismos ojos luminosos.

Pues bien, este que aparece tirando a lobo o perro, cargado de mechas negras, tan sumiso en la tarea de atemorizar con sus miradas ardientes, como si vinieran del fondo de una diabólica conciencia, se llama Joaquín…

Fue el hijo de un anciano de Cartago, de esos chapados a la antigua y por desgracia el muchacho resultó amigo de fiestas y desórdenes, en lo cual distraía casi todas sus noches. Caricias, ofrecimientos, regaños; el rigor y la dulzura, el imperio y la convicción, todos absolutamente todos los medios los ensayó aquel padre, sin que de Joaquín se lograra más que la misma resistencia. La obstinación era igual de ambos lados, en desventaja para el viejo, que como no daba distracción alguna a su espíritu, iba, con tensión extraordinaria, acumulando en él la tempestad.

Una vez entre las veces que fue tal la animación del muchacho, que pasó varios días sin regresar a casa, lo que causó el más profundo disgusto de su padre; y cuando al cabo volvió, el viejo lo miró con ojos centelleantes que encendieron el mismo fuego intenso en los de su hijo; le mandó que explicara su conducta, y el hijo quedó mudo, paralizado, impotente, delante del justo enojo de su padre; le echó en cara su desobediencia y le ordenó quitársele de enfrente para siempre. Pero Joaquín no atendía, ni contestaba, ni salía.

Frenético el anciano le maldijo con los peores apóstrofes, y en castigo de sus faltas derramó sobre él tanta indignación y dolor de su espíritu, y cayeron sobre el joven como un disolvente tal, que transformando su naturaleza lo convirtieron, como puede el rayo hacer de una torre una ruina, en esa especie descalificada de animal que persigue y no daña, que sumiso acude como una conciencia ambulatoria donde quiera que hay un desobediente, que no conoce otra manera de mitigar su perpetua y siempre renovada condenación que la de lanzar intensos gritos, entre aullido y lamento cuando vaga por los caminos solitarios. Y nadie lo pude alcanzar, porque cuando huye desaparece.